Del Comentario
Por tanto, nadie os juzgue en comida o en bebida, o en cuanto a días de fiesta, luna nueva o días de reposo, todo lo cual es sombra de lo que ha de venir; pero el cuerpo es de Cristo. (Colosenses 2:16-17)
El legalismo es la religión de los logros humanos. Arguye que la espiritualidad no se basa solo en Cristo, sino también en las obras. La medida de la espiritualidad se conforma entonces a las normas hechas por el hombre. Los creyentes, sin embargo, están completos en Cristo, el cual ha provisto completa salvación, perdón y victoria. No deben sacrificar su libertad en Cristo para someterse a reglas humanas.
Por tanto, dice Pablo,
que nadie os juzgue. Por cuanto “el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree” (Ro. 10:4), someterse de nuevo a un sistema legalista resulta dañino e inútil. Pablo les recordó a los gálatas que habían sido seducidos por el legalismo: “Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud” (Gá. 5:1).
El legalismo es ineficaz por cuanto no puede refrenar la carne. También es una ilusión peligrosa porque los cristianos que en su interior consienten la rebelión o la desobediencia, o incluso los mismos no creyentes, pueden ocultarlo adoptando con facilidad una serie de costumbres o rituales externos.
Una preocupación constante de Pablo era que los cristianos no fueran intimidados por el legalismo. Ordenó a Tito no prestar atención “a fábulas judaicas, ni a mandamientos de hombres que se apartan de la verdad. Todas las cosas son puras para los puros, mas para los corrompidos e incrédulos nada les es puro; pues hasta su mente y su conciencia están corrompidas” (Tit. 1:14-15). Romanos 14-15 y 1 Corintios 8-10 también hablan de la libertad cristiana y la única razón legítima para restringirla: proteger a un hermano o a una hermana débil en su fe.
Los falsos maestros les decían a los colosenses que no era suficiente tener a Cristo, sino que necesitaban observar la ley ceremonial judía. Es muy probable que sus prohibiciones en comida o en bebida se basaran en las leyes de la dieta del Antiguo Testamento (cp. Lv. 11). Estas leyes fueron dadas a Israel como una marca distintiva del pueblo de Dios y para evitar que se entremezclaran con las naciones circunvecinas.
Ya que los colosenses estaban bajo el nuevo pacto, las leyes de la dieta del antiguo pacto no tenían ya ninguna relevancia. Jesús lo estableció con claridad en Marcos 7:
Y llamando a sí a toda la multitud, les dijo: Oídme todos, y entended: Nada hay
fuera del hombre que entre en él, que le pueda contaminar; pero lo que sale de él,
eso es lo que contamina al hombre. Si alguno tiene oídos para oír, oiga. Cuando
se alejó de la multitud y entró en casa, le preguntaron Sus discípulos sobre
la parábola. El les dijo: ¿También vosotros estáis así sin entendimiento? ¿No
entendéis que todo lo de fuera que entra en el hombre, no le puede contaminar,
porque no entra en su corazón, sino en el vientre, y sale a la letrina? Esto decía,
haciendo limpios todos los alimentos. (vv. 14-19)
Pablo les recuerda a los romanos que “el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Ro. 14:17). El hecho de que las leyes de la dieta ya no están más en vigencia se demostró con la visión de Pedro (Hch. 10:9-16) y se ratificó de manera formal por el concilio de Jerusalén (Hch. 15:28-29).
Los días de fiesta formaban parte del calendario judío de fiestas solemnes tales como la Pascua, Pentecostés y la fiesta de los tabernáculos (cp. Lv. 23). También se ofrecían sacrificios durante la luna nueva que corresponde al primer día del mes (Nm. 28:11-14).
A diferencia de lo que muchos pretenden hoy día, no es obligatorio para los cristianos guardar los días de reposo para la adoración. Ni el sábado ni los demás días santos del antiguo pacto que menciona Pablo son obligatorios bajo el nuevo pacto. Existe suficiente evidencia en las Escrituras que respaldan esta verdad.