martes, 10 de abril de 2018
La ira justa de Jesús
(Juan 2)
Del Comentario
Después de esto descendieron a Capernaum, Él, Su madre, Sus hermanos y Sus discípulos; y estuvieron allí no muchos días. Estaba cerca la pascua de los judíos; y subió Jesús a Jerusalén, y halló en el templo a los que vendían bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas allí sentados. Y haciendo un azote de cuerdas, echó fuera del templo a todos, y las ovejas y los bueyes; y esparció las monedas de los cambistas, y volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: Quitad de aquí esto, y no hagáis de la casa de Mi Padre casa de mercado. Entonces se acordaron Sus discípulos que está escrito: El celo de Tu casa me consume. (Juan 2:12-17)
La fiesta de la pascua conmemoraba la liberación de Israel de su esclavitud en Egipto: cuando el Señor mató con su ángel de la muerte al primogénito de los egipcios, pero pasó por encima de las casas de los israelitas (Éx. 12:23-27). La celebraban anualmente el día catorce del mes nisán (entre marzo y abril). Ese día, entre las 3:00 y las 6:00 de la tarde, sacrificaban corderos y comían la cena de pascua. En obediencia a Éxodo 23:14-17, subió Jesús a Jerusalén para observar la pascua y la fiesta de los panes sin levadura, que seguía inmediatamente (cp. Ez. 45:21; Lc. 22:1; Hch. 12:3-4). Ésta es la primera de las tres pascuas que se mencionan en el Evangelio de Juan (cp. 6:4; 11:55).
A su llegada, Jesús encontraría que Jerusalén estaba llena de peregrinos judíos de todo el mundo romano que habían ido a celebrar la principal fiesta judía. Por causa de las multitudes que habían llegado, la pascua significaba un negocio grande para los mercaderes ubicados en Jerusalén. En el complejo del templo, donde se habían ubicado las tiendas (probablemente en el patio de los gentiles), estaban los que vendían bueyes, ovejas y palomas y los cambistas sentados. Como no era práctico para quienes viajaban desde tierras lejanas llevar sus propios animales, los mercaderes vendían aquellos requeridos para los sacrificios… a precios sumamente inflados. Los cambistas también proporcionaban un servicio necesario. Todo hombre judío de 20 años o mayor debía pagar el impuesto anual del templo (Éx. 30:13-14; Mt. 17:24-27). Pero solo se podía pagar usando las monedas judías o de Tiro (por la pureza de su contenido en plata), de modo que los extranjeros tenían que cambiar sus divisas por una moneda aceptable. Como los cambistas tenían el monopolio del mercado, cobraban una tasa exorbitante por sus servicios (llegaba al 12.5% [F. F. Bruce, The Gospel of John (El Evangelio de Juan) (Grand Rapids: Eerdmans, 1983), p. 74]).
Lo que había comenzado como un servicio a los adoradores, había degenerado, bajo el régimen corrupto de los principales sacerdotes, en explotación y usura. La religión se había vuelto algo externo, insensible y material; el templo de Dios se había vuelto una “cueva de ladrones” (Mt. 21:13).
Mientras Jesús escudriñaba los terrenos del templo sagrado, ahora convertido en un bazar, se horrorizó y se encolerizó. La atmósfera de adoración que se adecuaba al templo, como símbolo de la presencia de Dios, brillaba por su ausencia. Lo que debiera haber sido un lugar de adoración y reverencia sagradas se había convertido en un lugar de comercio insultante y con precios excesivos. El sonido de las alabanzas sinceras y las oraciones fervientes se había ahogado con los mugidos de los bueyes, los balidos de las ovejas, el arrullo de las palomas y el regateo fuerte de los vendedores y los clientes.
Cuando Jesús se dio cuenta de que la pureza de la adoración en el templo era un asunto de honor a Dios, tomó una acción rápida y decisiva. Haciendo un azote de cuerdas (probablemente de las usadas para amarrar los animales), echó fuera del templo a todos los mercaderes, las ovejas y los bueyes. Además, esparció las monedas de los cambistas, y volcó las mesas; una proeza sorprendente para un hombre, a la luz de la resistencia que debió tener.
La demostración de fuerza de Jesús crearía inmediatamente un pandemonio en el patio del templo: los vendedores de animales estarían en persecución frenética de sus bestias, que debían estar corriendo en todas las direcciones; los que cambiaban dinero, perplejos (y, sin duda, algunos de los transeúntes), se abrían paso en el suelo desesperadamente para recoger sus monedas; los que vendían palomas removían a toda prisa sus jaulas cuando Jesús se lo ordenó y las autoridades del templo se afanaban por ver de qué se trataba toda esta conmoción. Con todo, Jesús nunca fue cruel con los animales (quienes objetan el uso gentil de la fuerza con ellos nunca han arriado animales), ni fue muy violento con los hombres. Al parecer, la agitación que creó fue lo suficientemente calmada para no alertar a la guarnición romana que estaba ubicada en la Fortaleza Antonia, desde donde vigilaban el área del templo. Los romanos podrían haberse sentido satisfechos de asaltar al sistema del templo y sus líderes, pues les causaba muchos dolores de cabeza.
Al mismo tiempo, la intensidad de Su indignación era inequívoca. Cristo no toleraría la ridiculización del espíritu de la adoración verdadera. Sus palabras indignadas a los que vendían palomas —“Quitad de aquí esto, y no hagáis de la casa de Mi Padre casa de mercado”—, aplicaban a todos los que estaban contaminando el templo y corrompiendo su propósito. La referencia de Jesús a Dios como Su Padre era un recordatorio de Su deidad y Su papel mesiánico; Él era el Hijo leal que purgaba la casa de Su Padre de la adoración impura (una acción que prefigura lo que volverá a hacer en Su segunda venida [Mal. 3:1-3; cp. Zac. 14:20-21]).
Varios años después, al final de su ministerio, Cristo volvería a limpiar el templo (Mt. 21:12-16; Mr. 11:15-18; Lc. 19:45-46). Algunos comentaristas aseveran que en realidad Juan aquí está hablando de esa limpieza posterior; pero cambió la sucesión cronológica. En lugar de ubicar correctamente esta historia al final del ministerio de Jesús, argumentan ellos, Juan la puso aquí; luego, Jesús limpió el templo solo una vez, no dos. Pero al final, las explicaciones por las cuales Juan habría cambiado un acontecimiento tan importante no son convincentes. La limpieza registrada en los Evangelios sinópticos tuvo lugar durante la semana de la pasión; la limpieza registrada por Juan ocurrió al comienzo del ministerio público de Jesús (cp. Jn. 2:11-13).
Los detalles de los dos relatos difieren significativamente. En los sinópticos, Jesús cita el Antiguo Testamento como su autoridad (Mt. 21:13; Mr. 11:17; Lc. 19:46); en Juan usa Sus propias palabras (2:16). Más aún, Juan no menciona la prohibición de Jesús de usar el templo como atajo (Mr. 11:16) ni la importante declaración de juicio de Jesús: “He aquí vuestra casa os es dejada desierta” (Mt. 23:38). Y los sinópticos no mencionan el reto memorable del Señor: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (Jn. 2:19), aunque se refieren a este en Su juicio ante el sanedrín (Mt. 26:61; Mr. 14:58; cp. Mt. 27:39-40; Mr. 15:29-30). A la luz de estas diferencias, es difícil ver cómo los escritores de los sinópticos y Juan podrían estar refiriéndose al mismo acontecimiento. (Para una explicación más amplia de la segunda limpieza del templo, véase mi comentario en Mt. 27:39-40 en Matthew 24—28, The MacArthur New Testament Commentary Series [Mateo 24—28, La serie de comentarios MacArthur del Nuevo Testamento] [Chicago: Moody, 1989], pp. 258-260).
Cuando los discípulos vieron que Su Maestro dispersaba a los mercaderes del templo, se acordaron que está escrito en el Salmo 69:9: “El celo de Tu casa me consume”. La pasión resoluta de Jesús y el fervor inquebrantable quedaron claros para todos los que lo vieron. Su justa indignación, derivada de un compromiso absoluto con la santidad de Dios, reveló Su naturaleza verdadera como el Juez de toda la tierra (cp. Gn. 18:25; He. 9:27). R. C. H. Lenski observa:
El Cristo severo y santo, el Mesías poderoso e indignado, el Mensajero del pacto sobre quien está escrito que “purificará a los levitas y los refinará como se refinan el oro y la plata… [para que traigan] al Señor ofrendas conforme a la justicia”, no agrada a quienes solo quieren un Cristo suave y dulce. Pero aquí el registro de Juan… retrata el celo ardiente de Jesús, cuya llegada fue con tan repentina y tremenda eficacia que, ante este desconocido, sin mayor autoridad que Su presencia y Su palabra, esta multitud de mercaderes y cambistas, que se creían con todo el derecho de hacer negocios en el patio del templo, huyó desordenadamente como un montón de niños traviesos (The Interpretation of St. John’s Gospel [La interpretación del Evangelio de San Juan] [Reimpresión; Peabody: Hendrickson, 1998], p. 207).
Como David, el cual escribió el Salmo 69, el celo de Jesús por una adoración pura encontró expresión en su preocupación por la casa de Dios. Y también como David, el resultado fue que Jesús sufrió personalmente y sintió dolor cuando deshonraron a Su Padre. La segunda mitad del Salmo 69:9 dice: “Sobre Mí han recaído los insultos de Tus detractores”. Los líderes judíos nunca olvidaron el asalto de Jesús al corazón de su empresa religiosa y centro de su poder religioso. De hecho, las dos limpiezas físicas del templo, junto con sus frecuentes denuncias verbales a la hipocresía de ellos, fueron motivación más que suficiente para buscar tan vehementemente Su crucifixión. No es de sorprender que Sus seguidores fueran después acusados de amenazar el templo (Hch. 6:13-14; 21:28; 24:6).
Pg. 97-100
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