Del Comentario
Porque no vendrá sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición, el cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto; tanto que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios. ¿No os acordáis que cuando yo estaba todavía con vosotros, os decía esto? (2 Tesalonicenses 2:3b-5)
La apostasía será un hecho blasfemo de magnitud sin precedentes. El apóstol identificó la apostasía mencionando el personaje clave ligado a esta: el hombre de pecado. Entender quién es este personaje clave es prerrequisito para identificar la apostasía. Anomia (de pecado) significa literalmente “sin ley” (cp. 1 Jn. 3:4). Esa persona será un consumado fuera de la ley; un pecador blasfemo que vivirá en desafío constante a la ley de Dios. Su influencia será la mayor entre todos los miles de millones de pecadores sin ley, malos e impíos, de la historia humana. Incluso en los últimos tiempos, cuando “habrá tanta maldad” (Mt. 24:12), este líder estimulado por Satanás se erigirá como alguien cuyo liderazgo malvado, depravado y sin ley, se extenderá por todo el mundo con una influencia jamás vista.
El tiempo aoristo del verbo traducido manifieste señala un tiempo definido en que aparecerá este personaje. Implica que era conocido y estaba presente con anterioridad, pero su acto de apostasía revelará su identidad verdaderamente malvada; dejará todas las pretensiones, y su maldad antes oculta se revelará por completo. Dios y el Señor Jesús no habrán aparecido como sus enemigos hasta el tiempo en que él se manifieste.
El título hombre de pecado se ha identificado con diferentes individuos que incluyen a Antíoco Epífanes, Calígula, Nerón y, en el último siglo, Hitler, Stalin y otros. Pero la asociación cercana del hombre de pecado con el día del Señor descarta a personajes históricos; de otra forma, el día del Señor podría haber llegado hacía siglos. El hombre de pecado no puede ser Satanás, porque al primero se le distingue del segundo en el versículo 9. Tampoco puede ser la referencia a un principio del mal, porque el texto lo identifica específicamente como un hombre. No puede ser otro que el anticristo final.
Aún más, Pablo describió al hombre de pecado como el hijo de perdición. La expresión hijo de es un término hebraico para indicar asociación cercana o de alguna clase, tal como un hijo comparte la naturaleza de su padre. El anticristo estará tan entregado a la perdición de todo lo relacionado con el propósito y el plan de Dios que podría llamarse la personificación de la perdición. Sin embargo, él pertenece a la perdición (apōleia; “ruina”, no “aniquilación”), como aquel que irá a ella. Su destino es el castigo y el juicio; es basura humana para el basurero del infierno.
Solo un individuo más en las Escrituras comparte la distinción dudosa de llamarse hijo de perdición: Judas (Jn. 17:12; la rvr-60 traduce la misma frase griega “aquel que nació para perderse”). Así, el título está reservado para las dos personas más viles de la historia humana, controladas por Satanás (Jn. 13:2; Ap. 13:2) y culpables de los actos de apostasía más abyectos. Judas vivió y ministró íntimamente con el Hijo de Dios encarnado por más de tres años; un privilegio concedido solo a once personas más. Sin embargo, después de observar la vida sin pecado de Jesús, de oír Su sabiduría, experimentar Su poder divino y amor misericordioso, Judas lo traicionó. De modo sorprendente, era tanto un hijo de perdición que la gloria de Cristo que suavizó a los otros once, endureció a Judas.
Por muy monstruosa que fuera esa apostasía, palidece en comparación con la futura que cometerá el anticristo. Judas traicionó al Hijo de Dios; el anticristo se proclamará a sí mismo Dios. Judas profanó el templo con el dinero recibido por traicionar a Cristo (Mt. 27:5); el anticristo profanará el templo cometiendo la abominación desoladora (Mt. 24:15). Al parecer, Judas, sin influenciar a otros, se desvió; fue un desastre solitario y trágico (Hch. 1:18-19); el anticristo desviará al mundo para perdición (Ap. 13:5-8).
Después de hacerse pasar inicialmente como amigo de la religión (cp. Ap. 17:13), el anticristo revelará de pronto su naturaleza verdadera cuando blasfema a Dios y se oponga y se levante contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto (cp. Ap. 13:15-16). El anticristo, impulsado por Satanás y ayudado por el falso profeta, tendrá un poder inmenso para exigir con éxito que el mundo le adore (cp. Ap. 13:1-17). Satanás, que siempre ha anhelado recibir adoración (cp. Is. 14:13-14), cumplirá indirectamente ese propósito por medio de la adoración dada al anticristo. El anticristo se exaltará sentándose en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios. El templo, el símbolo de la presencia de Dios, es el lugar más adecuado para que Satanás orqueste el acto último de blasfemia: un hombre impío haciéndose pasar por Dios. Esta apostasía, a la cual se refiere Pablo aquí y que Jesús llamó abominación desoladora (Mt. 24:15) haciendo referencia a la profecía de Daniel, ocurrirá en la mitad de la tribulación (Dn. 9:27). Esto iniciará el juicio de Dios sobre el mundo por medio del reino de terror del anticristo durante la segunda mitad de la tribulación. Al final de ese período de tres años y medio, Cristo regresará en gloria para destruir el reino del anticristo y toda impiedad. El Señor Jesús lo lanzará al lago de fuego con su falso profeta (Ap. 19:11-21).
La idea de Pablo es clara. La apostasía, la deificación blasfema del anticristo de sí mismo y su profanación del templo, es un evento único e inequívoco que precede el día del Señor. Como claramente esto no ha ocurrido, el día del Señor no puede haber llegado, pero nunca llegará para los creyentes.
No debemos temer el juicio de ese día. Los creyentes “no están en la oscuridad para que ese día los sorprenda como un ladrón” (1 Ts. 5:4). Estamos esperando que Cristo regrese del cielo (1 Ts. 1:10) y nos reúna con Él (2 Ts. 2:1; cp. Jn. 14:1-3). Buscamos al Cristo verdadero, no al anticristo. Solo quienes son olvidadizos o están engañados se arriesgan a perder la esperanza confiada y el gozo expectante del regreso de Cristo antes del día del Señor.
Pgs. 62 – 64