Del Comentario
Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado. (Gálatas 6:1)
La primera responsabilidad de un creyente espiritual que procura restaurar a un hermano caído es ayudarle a levantarse. Cuando una persona tropieza y cae lo primero que necesita es levantarse, y muchas veces requiere la ayuda de otros para hacerlo. Una parte integral de la disciplina en la iglesia es ayudar a un hermano caído para que vuelva a ponerse sobre sus pies, tanto en sentido espiritual como moral.
Incluso si alguno fuere sorprendido en alguna falta, merece ayuda y animo tanto como reprensión. Sorprendido puede implicar que la persona fue vista mientras cometía la falta, lo cual indica que era culpable sin lugar a dudas. Sin embargo, el verbo griego (prolambano) también da cabida a la idea de que un hombre sea sorprendido por la falta misma, por así decirlo. Este parece ser el significado apropiado en este contexto.
Tal interpretación también es respaldada por el uso que Pablo hace de
paraptoma (falta), que alude al concepto básico de tropezar o caer. La persona no comete el pecado con premeditación sino más bien baja la guardia o tal vez flirtea con una tentación que según cree es capaz de resistir. También es posible que simplemente trate de vivir su vida en su propio poder y como es inevitable falla, con lo cual produce una obra de la carne en lugar del fruto del Espíritu.
La responsabilidad de disciplinar a los que tropiezan, así como a los que cometen pecados más serios, reposa en los hombros de los miembros de la iglesia que son espirituales. Los creyentes espirituales son aquellos que andan en el Espíritu, están llenos del Espíritu y manifiestan el fruto del Espíritu, aquellos que en virtud de su fortaleza espiritual son responsables por aquellos que son débiles y carnales.
Debe tenerse en cuenta que, mientras la madurez es relativa porque depende del progreso y el crecimiento individual, la espiritualidad es una realidad absoluta que no tiene relación alguna con el crecimiento. En cualquier punto en la vida de un cristiano, desde el momento de su salvación hasta su glorificación, es una de dos cosas: espiritual porque anda en el Espíritu, o carnal porque anda en las obras de su carne. La madurez es el efecto acumulado de los tiempos de espiritualidad, pero cualquier creyente en cualquier punto de su crecimiento hacia la semejanza a Cristo, puede ser un creyente maduro y espiritual que ayuda a un creyente que está en pecado porque ha caído en la concupiscencia de su propia carne.
Los que tienen fortaleza espiritual y moral tienen la responsabilidad de apoyar a los que tienen debilidad espiritual y moral. "Así que, los que somos fuertes", dice Pablo, "debemos soportar las flaquezas de los débiles, y no agradarnos a nosotros mismos" (Ro. 15:1). Los creyentes espirituales deben "[amonestar] a los ociosos... [alentar] a los de poco animo ... [sostener] a los débiles ... [ser pacientes] para con todos" (1 Ts. 5:14).
Esto no significa que los creyentes espirituales tengan que ser suspicaces e inquisitivos, ya que estas no son cualidades propias de la espiritualidad. Más bien deben ser sensibles al pecado en cualquier momento y lugar en que haga aparición dentro del cuerpo, y deben estar preparados para tratarlo de la manera que prescribe la Palabra de Dios.
Cuando los escribas y fariseos trajeron a Jesús a la mujer sorprendida en el
acto de adulterio, le recordaron que la ley de Moisés requería que muriese apedreada. Jesús se inclinó hacia el suelo y empezó a escribir en la tierra, quizás una lista de pecados de los cuales eran culpables los mismos acusadores que estaban en la multitud. "Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de vosotros este sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella. E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra. Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros; y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio. Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿donde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más" (Jn. 8:3-11).
Jesús no estaba interesado en destruir a la mujer sino en ayudarle, y esa debería ser la actitud de sus seguidores hacia otras personas, en especial los hermanos en la fe.
El mandato de Jesús "no juzguéis, para que no seáis juzgados" (Mt. 7:1) es usado con frecuencia por algunos cristianos para oponerse a la disciplina en la iglesia y algunas veces es citado por gente de afuera para oponerse a las posturas fuertes que asume la iglesia con respecto a ciertos males y pecados. Sin embargo, como el contexto lo aclara (véase vv. 3-5), Jesús se refiere aquí a la persona que condena con base en su propia idea de justicia y que se arroga el papel de juez, a fin de imponer sus propias sentencias a otros porque solo ve lo mejor en sí mismo y lo peor en todos los demás. Si tal persona se confiesa y es limpiada de su propio pecado, como prosiguió a decir el Señor, entonces está calificada para confrontar a su hermano, no con el propósito de condenarle sino para "sacar la paja del ojo" de ese hermano (v. 5). De esa manera se hace espiritual y tiene el derecho y hasta la obligación de ayudar a su hermano a sobreponerse a la falta.