Del Comentario
Por esta causa te dejé en Creta, para que corrigieses lo deficiente, y establecieses ancianos en cada ciudad, así como yo te mandé; el que fuere irreprensible, marido de una sola mujer, y tenga hijos creyentes que no estén acusados de disolución ni de rebeldía. Porque es necesario que el obispo sea irreprensible, como administrador de Dios; no soberbio, no iracundo, no dado al vino, no pendenciero, no codicioso de ganancias deshonestas, sino hospedador, amante de lo bueno, sobrio, justo, santo, dueño de sí mismo, retenedor de la palabra fiel tal como ha sido enseñada, para que también pueda exhortar con sana enseñanza y convencer a los que contradicen. (Tito 1:5-9)
Ninguna tendencia en la iglesia es más perniciosa para la obra de Cristo que la de dejar de disciplinar y descalificar de manera permanente a los pastores que han cometido pecados morales graves. También sucede que cuando un pastor es disciplinado y removido del ministerio, muchas veces es aceptado de inmediato para volver a ejercer el liderazgo tan pronto mengua la publicidad negativa. Muchos de los líderes eclesiásticos más conocidos y visibles de la actualidad no cumplen en absoluto los requisitos bíblicos para ejercer el ministerio. Al mismo tiempo que su popularidad y prestigio mundanos crecen, un líder puede acarrear corrupción espiritual y moral a la misma gente que le apoya e idolatra con tanta dedicación. Muy rara vez una iglesia puede sobrevivir tras el fracaso de su liderazgo. Un pastor que se haya hundido en lo espiritual, lo doctrinal o lo moral y que no sea disciplinado y destituido, de manera inevitable arrastra a gran parte de su congregación en su caída.
Dios ofrece perdón y restauración espiritual a todos los creyentes, incluidos los pastores y demás líderes de la iglesia que con sinceridad confiesan sus pecados y renuncian a ellos, sin importar cuán execrables y públicos sean. La promesa que Dios da en Su gracia es para todos los cristianos: “Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn. 1:9). Por otro lado, la Palabra también deja en claro que el Señor no acepta a esa persona para volver a una posición de liderazgo, sin importar cuántos dones, popularidad o efectividad haya tenido con anterioridad, o cuán arrepentida esté en la actualidad. La iglesia debería hacer lo mismo.
Bajar los estándares de Dios para aquellos que Él llama al ministerio y quienes le representan de manera única ante el mundo, así como ante la iglesia, es algo trágico y de consecuencias desastrosas. Constituye desobediencia y afrenta para con Dios y debilita la iglesia. Un hombre que ha dilapidado su integridad, manchado su púlpito y destruido la confianza de sus hermanos en la fe no ha perdido la salvación o el perdón, pero delante de Dios sí pierde el privilegio de ejercer liderazgo en la iglesia. Con la pérdida de pureza moral o doctrinal también se pierde la prerrogativa divina para predicar, enseñar o tener autoridad pastoral en la iglesia de Cristo.
Algunos cristianos argumentan que caer en un pecado terrible y luego ser perdonado y restaurado en el ministerio es algo que exalta la gracia y hace a una persona más sensible a las necesidades de otros y más dispuesta a servir a personas que han cometido pecados similares. Sin embargo, las implicaciones de esa manera de pensar son escalofriantes y tienen la misma clase de error lógico y teológico de aquella noción según la cual “perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde” (Ro. 6:1). La respuesta contundente de Pablo a esa absurdidad depravada es: “En ninguna manera. Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” (v. 2).
Algunos miembros de iglesia quieren rebajar los estándares para ministros con el fin de hacer que su propia vida de pecado parezca más aceptable. Otros quieren bajar los estándares debido a un concepto distorsionado y no bíblico de amor, pensando en su necedad que pasar por alto o excusar el pecado de un creyente de algún modo le inclina más a apartarse de él y procurar la justicia. No obstante, esa manera de ver las cosas hace que una persona se vuelva más complaciente y constituye una barrera para el arrepentimiento genuino y la vida en santidad.
El amor que viene de Dios nunca es compatible con el pecado; “...el que guarda su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado... Pues este es el amor a Dios, que guardemos Sus mandamientos” (1 Jn. 2:4-5; 5:3; cp. 1 Co. 13:6). No solo es posible amar sin poner en entredicho los estándares de rectitud de Dios, sino que es imposible amar de verdad si desacreditamos sus estándares.